Retiré mi espada ensangrentada de su pecho. Se desplomó enseguida, una carcasa vacía, libre de los sufrimientos del alma. Miré la hoja por unos instantes: el brillo del sol contrastaba con la sangre espesa que escurría lentamente por ella. Pensé en los vestidos de seda roja de mi madre. Otro se acercó por detrás. Giré con rapidez y un tajo veloz desprendió su cabeza de sus hombros. Su cuerpo cayó frente a mí, mientras su cráneo flotaba. Finalmente halló reposo, unos pasos más allá. El líquido rojo que escurrió de él, alimentó la tierra sedienta bajo mis pies. Mi espíritu lloraba.
La feroz batalla seguía su curso. A mi alrededor, multitud de hombres se enfrentaban. El choque del acero desprendió chispas heladas ante mis ojos. Eché a correr y con un grito proseguí el combate. Mi espada fue a chocar con un escudo centelleante. Sobre él se recortaba la imagen de un león dorado en un campo verde. Un rival verdadero. Un caballero. Sentí un cosquilleo en el estomago. Hasta ahora no había hecho más que enfrentar a soldados comunes, carentes del entrenamiento adecuado. Esto era diferente. Retrocedí un poco. Nos miramos unos segundos, expectantes; nuestras armaduras brillando en tonos rojizos mientras el día llegaba a su final.
Cargué entonces contra él. Nuestras espadas y escudos se mezclaron en una danza fúnebre. El chirrido del acero nos envolvió. Era muy fuerte. Cada uno de sus golpes hacia temblar mis brazos. Había tenido razón. Era un contrincante formidable. Mientras la pelea continuaba supe que vencerlo era prácticamente imposible. Recordé nuevamente a mi madre. Antes de partir a esta batalla, me dijo que aún no estaba preparado. No la escuché. Mi único pensamiento era conseguir gloria en el combate. Mi padre lo hizo así. Y su padre. Y el padre de su padre. Todos murieron en la guerra.
Mientras mi fuerza se desvanecía por los embates del caballero del león dorado, me di cuenta que era parte de un ciclo inacabable. Peleaba para ser como mi padre. Para tener un nombre glorioso como él. Para que se sintiera orgulloso de mí, dondequiera que estuviese. Mi progenitor luchó por la misma razón. Mis otros antepasados también. La gloria de mi espada era la de un asesino. La muerte, propia o de otros, era la herencia de la familia. Matar o morir. A eso se reducía mi destino.
Mi escudo voló tras un fuerte golpe del caballero rival. Todo había terminado. Entonces en un soplo de luz, comprendí. El arma que sostenía en mi mano era un instrumento de muerte pero también de vida. Un verdadero caballero levanta su espada sólo para proteger. Mi madre me enseño esas palabras. Las entendí al fin. Dos corazones latieron entonces al unísono. El mío y el de la espada. Con un sólo movimiento, el escudo con la imagen del león se alejó de la mano de su dueño. El círculo se había roto. Era libre del legado de mi estirpe.
Ataqué nuevamente. Dos aceros afilados chocaron con un sonido sordo. Mi contendiente y yo permanecimos inmóviles, nuestras armas oponiéndose frente a nosotros. Ninguno de los dos cedía. El sol ya se ocultaba en el horizonte. Sin embargo, el corazón de la espada estaba conmigo. Los músculos de todo mi cuerpo se tensaron. Con un raudo movimiento hacia atrás me separé del enemigo. Perdió el equilibrio por un segundo. Fue su perdición. Un golpe ascendente lo impactó. Su espada aterrizó cantarina a varios metros de donde nos hallábamos. Él se desplomó frente a mí. Su pecho continuó latiendo. Sobreviviría. Enfundé. La noche me circundó tímidamente, fresca y pura. Noté que la batalla estaba concluyendo. No me interesó que bando era el ganador. Me alejé de aquél lugar, bañado por las sombras. Nunca volví a ser el mismo. Los dos corazones que latían juntos eran los de un caballero verdadero.
1 comment:
Ya tenía rato que no leía una de tus historias. Muy buena, capturaste bien la escencia de la filosofía de la espada y porque un caballero pelea. Hay quien pelea por la gloria y hay quien pelea por un propósito mayor que sobrepasa los deseos terrenales.
Queremos más!!! :D
Post a Comment